Sólo
se paró en el marco de la puerta a permanecer quieta mientras el destino se
burlaba nuevamente de ella. Lo veía caminar lentamente hacia el final del
corredor dándole la espalda a la mujer que le entregó su vida entera los
últimos años y mientras la luz del medio día entraba por las largas ventanas
que le daban vida a esas paredes amarillas, el corazón de Regina quería salir
por su pecho y quemarse de locura, volverse uno con el aire y no dejar rastro
de su existencia en esta tierra.
Irónico,
pensó ella. Visualizaba las rupturas amorosas como días grises y lluviosos
mientras que en el exterior los 35 grados acaloraban la temprana tarde y la
casa lucía más viva que nunca, llena de flores, mariposas y rayos de sol.
Caminó dos pasos para ir tras él pero una fuerza que venía desde su estómago la
detuvo, apenas y podía sostenerse en pie. Con una mano se sostuvo fuertemente a
la pared y con la otra se limpiaba las lágrimas que corrían por sus mejillas.
Él seguía caminando. Mientras la pobre mujer humedecía todo su rostro con esas
gotas saladas unos pequeños gritos intentaban salir violentamente de su
garganta, pero ella hacía lo posible para mantenerlos dentro. Sentía que de un
momento a otro vomitaría todas las cartas de amor que escribió en el pasado
junto con todos los sentimientos que apretaban rudamente su cuello, entonces
pasó al acto violento. Sacó fuerzas de donde pudo para caminar hasta la repisa
junto a la primer ventana y sin pensarlo, tomó con sus dos manos el jarrón
violeta que llevaba ahí más de quince años decorando su hogar con las flores de
su fresco jardín, cerró los ojos, lo alzó en el aire y lo arrojó tan lejos como
pudo, dejando a mitad del pasillo un charco verdoso y algunas orquídeas
acompañando a los pedazos de porcelana que carecían de culpa alguna en tanto
embrollo. Dio unos pocos pasos más, llegó a la pared paralela y tomo con ambos
brazos el cuadro de la abuela Justina, lo descolgó y volvió a arrojar sin mucho
éxito las remembranzas de los recuerdos familiares de su linaje, la única que
se hacía daño era ella, lastimando lo poco que le quedaba de orgullo y las
ganas inmensas de vivir un sueño eterno como en los cuentos de hadas. Para
cuando él llegó a la puerta, el cuerpo tembloroso de Regina intentó no caer en
pedazos y romperse como ese florero, su cara fallidamente pretendía no
mostrarse en su peor momento y sus ojos se esforzaban por no dejar salir esa
cascada de sentimientos y tristezas reprimidos. Cruzaron miradas. Con la puerta
entre abierta él sólo pudo mirarla una última vez y fingir que las cosas irían
bien para ambos, quiso decir unas palabras para enmendar sus errores pasados
pero no pudo y mientras su cuerpo se dirigía a una nueva vida sin ella, sólo le
quedaba dejar de lado la pena para darle un ‘adiós’ decente y sincero. No lo
hizo. Agachó la mirada, regresó a su camino y la puerta del corazón de Regina
se cerró nuevamente una soleada tarde de Abril a las 12:46 del medio día. No
tenía más dignidad qué guardar, no tenía más sueños que anhelar, no quedaba en
su alma un deseo de un futuro iluminado por las bienaventuranzas de un romance
empedernido. Se dejó caer en ese charco de agua verde, entre pedazos de pasado,
decepción y angustias calladas para perder la poca humanidad que le quedó
después de tan deprimente escena, y ahí, en ese pasillo amarillo, con su
vestido blanco, sus zapatos perlados y su suéter turquesa, el peso del drama de
un amor mal encaminado la acurrucó por primera vez después de tantos años.
Llora,
Regina… llora, que esas lágrimas venenosas son el alimento de la culpa y los
malos recuerdos que no tienes qué guardar, que después de tanto tiempo por fin
puedes sacar, que la soledad de esta enorme casa te espera para hacerle
compañía hasta que otro valiente te vuelva a enamorar.
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